En todo el mundo, tanto en países ricos, en desarrollo o pobres, el
acceso a tratamientos médicos más avanzados es un reto cada vez mayor.
La mayoría de los enfermos no recibe los beneficios de los medicamentos
más modernos, que podrían curarlos o al menos prolongar sus vidas,
debido al elevado precio de los nuevos remedios.
La cuestión no es si existe cura para determinadas enfermedades –ya en muchos casos la hay– sino saber si se puede pagar la cuenta del tratamiento. Millones de personas se encuentran hoy en esa situación dramática, desesperante: saben que existe un medicamento que puede salvarlas y aliviar su padecimiento, pero no pueden adquirirlo, a causa de su costo prohibitivo.
Allí una frustrante y deshumana contradicción entre formidables descubrimientos científicos y su uso restrictivo, excluyente.
Por un lado, tenemos a las empresas farmacéuticas, que desarrollan nuevos fármacos, realizando inversiones significativas y llevando a cabo ensayos clínicos sofisticados y onerosos. Por el otro, tenemos a las fuentes financiadoras de los tratamientos médicos: gobiernos, en los sistemas públicos, y las empresas de seguros médicos, en el sector privado. Y, en el centro de todo, el paciente, luchando por la vida con todas sus fuerzas, pero sin condiciones de pagar para sobrevivir.
El problema existe en Estados Unidos, donde el presidente Barack Obama libra hace años una batalla contra la oposición conservadora para ampliar la cobertura de la asistencia médica a millones de estadounidenses pobres; en Europa, donde hasta en países ricos el sistema público muchas veces no logra garantizar pleno acceso a los nuevos medicamentos; en Brasil, donde el gobierno necesita cada vez más recursos para comprar los medicamentos que posteriormente entrega gratuitamente, inclusive algunos de nueva generación; y en África, donde el VIH afecta millones, al tiempo que enfermedades tropicales, que podrían evitarse fácilmente, como la malaria, siguen cobrando muchas vidas y han dejado de ser prioridad para los grandes laboratorios.
Un video de Tailandia, divulgado en la Internet, ha emocionado al mundo al mostrar el drama de un chico pobre que tiene que robar para conseguir las medicinas para su mamá, y el de una joven que tiene que pagar cuentas astronómicas de hospital para salvar a su padre.
Conozco muy de cerca el drama de tener seres queridos que no han recibido un tratamiento de salud digno. En 1970 perdí a mi primera esposa y a mi primer hijo en una cirugía de parto, por la deficiente atención que recibieron en el hospital. Los años siguientes, de luto y dolor, fueron de los más difíciles de mi vida. Por otro lado, en 2011, ya como ex presidente, enfrenté y superé un cáncer gracias a los modernos recursos de un hospital de primera, cubierto por mi seguro médico particular. El tratamiento fue prolongado y doloroso, pero la competencia y atención de los médicos, y el uso de medicamentos de punta, me permitieron vencer el tumor.
Resulta fácil ver a las empresas farmacéuticas como villanas en este proceso, pero eso no resuelve la cuestión. Casi siempre son empresas de capital abierto, que se financian a través de la cotización de sus acciones en las bolsas de valores, y compiten con otras corporaciones, de diversos sectores económicos, para financiar los crecientes costos de la investigación de nuevos fármacos y sus respectivos ensayos. El principal atractivo que le ofrecen a los inversionistas es la rentabilidad, aunque esta entre en conflicto con las necesidades de los enfermos.
Para dar el retorno pretendido, antes que la patente expire, el nuevo fármaco se vende a precios que están totalmente fuera del alcance de la mayoría de las personas. Hay tratamientos contra el cáncer, por ejemplo, que llegan a costar 40 mil dólares cada aplicación. Y, al contrario de lo que podría imaginarse, la competencia no está favoreciendo la reducción gradual de los precios, cada vez más elevados cuando se desarrolla un fármaco nuevo. A causa de ese modelo, guiado por las ganancias, las empresas farmacéuticas priorizan estudios sobre enfermedades que generan mayor retorno financiero.
El alto costo de esos tratamientos hace que seguros médicos busquen justificaciones para impedir el acceso a los mismos y gestores de sistemas públicos de salud enfrenten, en función de los recursos finitos de que disponen, un dilema: mejorar el sistema de salud como un todo, basado en niveles medianos de calidad, o priorizar el acceso a los tratamientos de punta, que muchas veces son precisamente los que pueden salvar vidas.
El precio absurdo de los nuevos medicamentos ha impedido desarrollar la economía de escala: en lugar de que pocos paguen mucho, los fármacos tendrían retorno –y serían mucho más útiles– si más personas tuvieran acceso a ellos.
Obviamente la solución no es fácil, pero no podemos conformarnos con esa situación que tiende a agravarse en la medida en que cada vez más personas reivindican, con toda razón, democratizar el acceso a los nuevos medicamentos. ¿Quién, en su sano juicio, dejará de luchar por adquirir el mejor tratamiento para curar a su padre, su madre, su cónyuge o su hijo, especialmente si esa enfermedad provoca grandes sufrimientos y riesgos para la vida?
Se trata de un problema tan grave y de tal impacto en la vida (o en la muerte) de millones de personas, que los gobiernos y organismos internacionales debieran prestarle especial atención, y no solo las agencias nacionales de sanidad. En mi opinión, no puede seguir tratándose como una cuestión meramente técnica o de mercado. Debemos transformarla en una verdadera cuestión política, movilizando las mejores energías de los sectores implicados, así como de otros actores sociales y económicos, para abordarlo de una forma nueva, que sea viable para quien produce los medicamentos y, al mismo tiempo, asequible para todos los que los necesiten.
Actualmente no desempeño ningún cargo público, hablo aquí como cualquier ciudadano que se preocupa con el sufrimiento innecesario de numerosas personas. Considero, sin embargo, que un reto político y moral de esa envergadura debería ser objeto de una conferencia internacional convocada por la Organización Mundial de la Salud, en la que las diversas partes interesadas discutan abiertamente cómo compartir los costos de la investigación científica e industrial con el objetivo de reducir el precio del producto final, poniéndolo al alcance de todos los que lo requieren.
No restan dudas de que deben tenerse en cuenta los intereses de todos los sectores vinculados a la medicina avanzada. Pero la decisión entre la vida y la muerte no debe depender del precio.
http://www.larepublica.pe/columnistas/la-columna-de-lula/la-vida-no-tiene-precio-03-11-2013
La cuestión no es si existe cura para determinadas enfermedades –ya en muchos casos la hay– sino saber si se puede pagar la cuenta del tratamiento. Millones de personas se encuentran hoy en esa situación dramática, desesperante: saben que existe un medicamento que puede salvarlas y aliviar su padecimiento, pero no pueden adquirirlo, a causa de su costo prohibitivo.
Allí una frustrante y deshumana contradicción entre formidables descubrimientos científicos y su uso restrictivo, excluyente.
Por un lado, tenemos a las empresas farmacéuticas, que desarrollan nuevos fármacos, realizando inversiones significativas y llevando a cabo ensayos clínicos sofisticados y onerosos. Por el otro, tenemos a las fuentes financiadoras de los tratamientos médicos: gobiernos, en los sistemas públicos, y las empresas de seguros médicos, en el sector privado. Y, en el centro de todo, el paciente, luchando por la vida con todas sus fuerzas, pero sin condiciones de pagar para sobrevivir.
El problema existe en Estados Unidos, donde el presidente Barack Obama libra hace años una batalla contra la oposición conservadora para ampliar la cobertura de la asistencia médica a millones de estadounidenses pobres; en Europa, donde hasta en países ricos el sistema público muchas veces no logra garantizar pleno acceso a los nuevos medicamentos; en Brasil, donde el gobierno necesita cada vez más recursos para comprar los medicamentos que posteriormente entrega gratuitamente, inclusive algunos de nueva generación; y en África, donde el VIH afecta millones, al tiempo que enfermedades tropicales, que podrían evitarse fácilmente, como la malaria, siguen cobrando muchas vidas y han dejado de ser prioridad para los grandes laboratorios.
Un video de Tailandia, divulgado en la Internet, ha emocionado al mundo al mostrar el drama de un chico pobre que tiene que robar para conseguir las medicinas para su mamá, y el de una joven que tiene que pagar cuentas astronómicas de hospital para salvar a su padre.
Conozco muy de cerca el drama de tener seres queridos que no han recibido un tratamiento de salud digno. En 1970 perdí a mi primera esposa y a mi primer hijo en una cirugía de parto, por la deficiente atención que recibieron en el hospital. Los años siguientes, de luto y dolor, fueron de los más difíciles de mi vida. Por otro lado, en 2011, ya como ex presidente, enfrenté y superé un cáncer gracias a los modernos recursos de un hospital de primera, cubierto por mi seguro médico particular. El tratamiento fue prolongado y doloroso, pero la competencia y atención de los médicos, y el uso de medicamentos de punta, me permitieron vencer el tumor.
Resulta fácil ver a las empresas farmacéuticas como villanas en este proceso, pero eso no resuelve la cuestión. Casi siempre son empresas de capital abierto, que se financian a través de la cotización de sus acciones en las bolsas de valores, y compiten con otras corporaciones, de diversos sectores económicos, para financiar los crecientes costos de la investigación de nuevos fármacos y sus respectivos ensayos. El principal atractivo que le ofrecen a los inversionistas es la rentabilidad, aunque esta entre en conflicto con las necesidades de los enfermos.
Para dar el retorno pretendido, antes que la patente expire, el nuevo fármaco se vende a precios que están totalmente fuera del alcance de la mayoría de las personas. Hay tratamientos contra el cáncer, por ejemplo, que llegan a costar 40 mil dólares cada aplicación. Y, al contrario de lo que podría imaginarse, la competencia no está favoreciendo la reducción gradual de los precios, cada vez más elevados cuando se desarrolla un fármaco nuevo. A causa de ese modelo, guiado por las ganancias, las empresas farmacéuticas priorizan estudios sobre enfermedades que generan mayor retorno financiero.
El alto costo de esos tratamientos hace que seguros médicos busquen justificaciones para impedir el acceso a los mismos y gestores de sistemas públicos de salud enfrenten, en función de los recursos finitos de que disponen, un dilema: mejorar el sistema de salud como un todo, basado en niveles medianos de calidad, o priorizar el acceso a los tratamientos de punta, que muchas veces son precisamente los que pueden salvar vidas.
El precio absurdo de los nuevos medicamentos ha impedido desarrollar la economía de escala: en lugar de que pocos paguen mucho, los fármacos tendrían retorno –y serían mucho más útiles– si más personas tuvieran acceso a ellos.
Obviamente la solución no es fácil, pero no podemos conformarnos con esa situación que tiende a agravarse en la medida en que cada vez más personas reivindican, con toda razón, democratizar el acceso a los nuevos medicamentos. ¿Quién, en su sano juicio, dejará de luchar por adquirir el mejor tratamiento para curar a su padre, su madre, su cónyuge o su hijo, especialmente si esa enfermedad provoca grandes sufrimientos y riesgos para la vida?
Se trata de un problema tan grave y de tal impacto en la vida (o en la muerte) de millones de personas, que los gobiernos y organismos internacionales debieran prestarle especial atención, y no solo las agencias nacionales de sanidad. En mi opinión, no puede seguir tratándose como una cuestión meramente técnica o de mercado. Debemos transformarla en una verdadera cuestión política, movilizando las mejores energías de los sectores implicados, así como de otros actores sociales y económicos, para abordarlo de una forma nueva, que sea viable para quien produce los medicamentos y, al mismo tiempo, asequible para todos los que los necesiten.
Actualmente no desempeño ningún cargo público, hablo aquí como cualquier ciudadano que se preocupa con el sufrimiento innecesario de numerosas personas. Considero, sin embargo, que un reto político y moral de esa envergadura debería ser objeto de una conferencia internacional convocada por la Organización Mundial de la Salud, en la que las diversas partes interesadas discutan abiertamente cómo compartir los costos de la investigación científica e industrial con el objetivo de reducir el precio del producto final, poniéndolo al alcance de todos los que lo requieren.
No restan dudas de que deben tenerse en cuenta los intereses de todos los sectores vinculados a la medicina avanzada. Pero la decisión entre la vida y la muerte no debe depender del precio.
http://www.larepublica.pe/columnistas/la-columna-de-lula/la-vida-no-tiene-precio-03-11-2013
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